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SOLSTICIO DE INVIERNO

Solsticio de Invierno: la noche más larga y el día más corto.
El Solsticio de Invierno es una fiesta importante para la Masonería, el instante en el que el Sol llega a su punto más bajo en el cielo y que, desde nuestra perspectiva y en apariencia, parece detenerse. La palabra “solsticio” viene del latín sol + sistere (“quedarse quieto”), y alude a la ilusoria suspensión temporal del Sol para continuar después con su ruta ascendente. En el hemisferio norte el solsticio de invierno es el opuesto al que ocurre en el hemisferio sur, el solsticio de verano. De un lado tendremos la noche más larga del año y del otro el día más luminoso, este es el punto de máxima dualidad en este transito cósmico, que llegará al equilibrio en el equinoccio.

Los solsticios junto con los equinoccios son cuatro puntos de cambio en el viaje solar a lo largo de las estaciones. En estos cuatro puntos se simbolizaban los hitos que marcan la vida en la naturaleza: el nacimiento, el crecimiento, la madurez, la muerte (que conlleva la regeneración).
Nuestra sociedad vive apartada de los ritmos agrícolas, distante y protegida de las inclemencias meteorológicas; ajena, por el desarrollo técnico, a lo que acontece a la madre Tierra. Vivimos en un devenir de días y noches distantes de los cambios que ocurren a nuestro alrededor. Parece que los seres humanos ya no forman parte de la Naturaleza y cuando esta se delata, en catástrofes atmosféricas, nos parece que sucede algo anormal, cuando el cambio y el conflicto es lo normal en ella. La Masonería nos recuerda en el ceremonial del
Solsticio que somos parte de la Naturaleza, que estamos inmersos en sus ciclos y que ella es la sustancia, base y fin de nuestra obra.
El Solsticio de Invierno es para nosotros un gran símbolo natural de la muerte y el renacimiento. Es nuestro memento mori por antonomasia, donde toda la naturaleza venera enlutada a la luz que es la fuente de toda vida. Pero en la misma muerte yace la semilla del espíritu que florecerá en la primavera y culminará en el esplendor del solsticio de verano. “En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible”, escribió Albert Camus. La luz y la oscuridad no pueden existir la una sin la otra y es posible ver en las tinieblas una luz invencible.

Gran parte de las religiones, de manera más o menos oculta, son filosofías naturales o astroteologías, extraían sus principios filosóficos y sus conductas morales y rituales de una atenta observación de la naturaleza, y particularmente de los astros. Esto se basaba en un pensamiento analógico del cual se derivaba un sistema de correspondencias que concebía al hombre y a la naturaleza sublunar como espejos del macrocosmos. El Sol era el símbolo de la personalidad, el sí mismo divino, el gran héroe que atraviesa todo tipo de peripecias en su viaje anual, incluyendo el descenso al inframundo, lo cual marca el triunfo de la luz y la prueba de la inmortalidad de la vida, que siempre se regenera. Nueve meses de Luz y tres meses de oscuridad, nueve maestros y tres malos compañeros, que nos apartan de la Luz.

El ser humano, entonces, es el pequeño Sol que atraviesa arquetípicamente las mismas permutaciones que el Sol-astro (cada año, pero también en su vida como conjunto) y que debe convertirse en el héroe inmortal de su propio psicodrama cósmico.
Así es entonces que este hito del invierno es para los masones, que sintonizan estos patrones arquetípicos, un tiempo de recogimiento, de conservación de la energía, de reflexión y renacimiento, a la espera del triunfo de la Luz.

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